lunes, septiembre 25, 2006

Viaje virtual de una volvoreta nòmade





LAS “THANGKAS”



Las pinturas rectangulares enrolladas o thangkas ocupan un lugar primordial en el arte decorativo del Tíbet. Normalmente cuelgan en las paredes de los templos y sirven como soporte para la meditación. La técnica consiste en pintar con pinceles sobre un lienzo de algodón, aunque también se usan el bordado y el pegado de retazos de tela con vivos colores. Los motivos son, por supuesto, budistas y refieren a las distintas etapas en el camino del “iluminado” hasta alcanzar el nirvana. El diseño en sí responde a esquemas muy estrictos, compuestos alrededor de un punto central desde donde nacen una serie de simetrías que combinan la abstracción de los mandalas con imágenes figurativas del Buda. Tienen algo de laberíntico y de hipnótico, y los tibetanos no las consideran obras de arte en sí –al menos en el sentido occidental del término– sino que el disfrute y el sentido de la obra está en el proceso de su ejecución, restringido, por supuesto, al grupo de creadores, por lo general monjes de un monasterio para quienes el acto artístico es una experiencia de goce místico. Una vez culminada, la obra pierde su valor principal.

Una mujer tibetana hace girar su rueda de oración, en cuyo interior hay un mantra escrito.



Según la cosmogonía tántrica, antes de que el universo comenzara a existir reinaba el puro caos (no había formas). Este caos se denomina Purusha y está representado en las thangkas bajo la figura del círculo (la forma más dinámica). La aparición de un cuadrado en el mandala –por lo general en combinación con el círculo– representa el origen de todo y la creación de un mundo con formas. Este diagrama básico, que se remonta muchos milenios en el pasado del hinduismo védico, pretende explicar las leyes elementales del universo y fue tomado al pie de la letra por el budismo tibetano. Su lógica intrínseca conduce a la idea de la inmortalidad: aun cuando el alma vuelva a reencarnar, existirá fundida en el todo o en la nada, que es lo mismo. Esa misma idea del tiempo circular, tan abstracta y tan sencilla a la vez, es la que subraya a diario la gente en las calles del Tíbet, donde hacen girar una especie de ruedita cilíndrica clavada en un palito mientras están, por ejemplo, sentados en una plaza, ya sea meditabundos o conversando alegremente con los demás. Cada tanto hacen girar varias veces sobre su eje este objeto sagrado que en su interior tiene enrollado un mantra escrito en papel de pulpa de arroz. La rueda de oración debe girar siempre en el sentido de las agujas del reloj, igual que los peregrinos alrededor de los templos y las stupas. Es la simbólica “rueda de la vida y la muerte”, un ritual eterno y prefijado que comienza donde termina y hace cotidiano y palpable para el ser humano local un proverbio tibetano que reza: “Mañana o la próxima vida, nunca se sabe qué llegará primero”.

 

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