lunes, septiembre 11, 2006

DEBER SER

Aforismos, refranes, los diez mandamientos: una suma de mandatos que escuchamos desde la infancia. Cómo evitar ser, si es posible, un Frankenstein lingüístico y poder expresarlo, por supuesto, con más palabras.

Hay dichos de la infancia que todavía conservan todo el poder, toda la perentoriedad, que tenían en aquellos días. Podían provenir de algún familiar, de la escuela, de la letra de una canción, de un libro, de algo que uno había escuchado en alguna parte.

El primero que recuerdo proviene de la boca de mi abuela pero en realidad era una máxima que mencionaba San Martín, seguramente él tampoco era el autor. Alguna vez también el Padre de la Patria fue hijo: " Serás lo que debas ser/ sino no serás nada."

Esa expresión sentenciosa reaparecería a lo largo de mi vida. En principio en mi vida escolar, dicha por algún maestro y después con los años cuando fuí padre como si una lengua ventrílocua hablara por mí, se la repetí a alguno de mis hijos.

La máxima extraía todo el prestigio de una enunciación, para mí todavía más prestigiosa que la de San Martín, era la voz de mi abuela; porque era en sus labios y en su tono que el dicho adquiría un valor de oráculo, no tanto por su contenido, sino por quien la había pronunciado.

Paradojas
En algún momento de mi infancia la frase sanmartiniana sufrió interferencias y comenzó a dialogar con aquella escena que transcurre en un lujoso hotel de Marruecos y que se hizo famosa en la película de Hitchcock: El hombre que sabía demasiado cuando Doris Day canta la canción : "Que será será / la vida te lo dirá" y el estribillo que se repite sirve de soporte a un suspenso que acompaña la trama del film. Pero tanto la canción de la Day, como la máxima a la que me refería, abrían un interrogante, un futuro incierto. Lo "que sería" ¿me lo diría verdaderamente la vida? … entonces el destino no dependía de uno; y si llegaría a ser "lo que debía ser y sino, no sería nada", ¿cómo descifrar esa máxima, y cómo saber que auténticamente sería lo que debía ser? En estas paradojas no había alternativa, porque si no llegaba a ser lo que debía ser, no cabía la posibilidad de ser tal cosa o tal otra, sino ser nada.

La máxima enunciada por alguien que no me era indiferente se podía transformar en un callejón sin salida. Sólo me quedaba por delante el deber. Y a quién preguntarle por el deber a seguir sino a un mayor o a esa autoridad azarosa que en nuestra vida representaba un maestro. Un encuentro la mayor de las veces poco feliz. Ya que si ninguna de estas coincidencias sucedía quedaba un último lugar donde la máxima y el ideal que ella conlleva podían refugiarse: la propia conciencia.

Esas pequeñas máximas, pequeñas por su brevedad casi aforística condensaban sin embargo, un saber que se me volvía inabarcable y empezaban a constituir una lengua paralela, un diálogo también paralelo, con un poder que podía convertir el sueño en una pesadilla.

Había otra fuente, otra usina, donde los dichos sobre el destino estaban catalogados: el decálogo de los Diez Mandamientos. El catecismo era una serie de preceptos que había que cumplir de manera inexorable porque sino las consecuencias de no cumplirlos, podían llegar a ser más peligrosas que cualquier recompensa futura. Por supuesto, el castigo celestial era más temido en estas tierras que en el propio Cielo. En la inmediatez de la infancia, el futuro no es algo lejano sino inexistente; por lo tanto, la recompensa quedaba relegada a algo inmaterial que nunca iba a llegar. La máxima me distanciaba cada vez más del ideal a conseguir.

Estoy hablando de cosas serias: transmisión, educación, la lengua, la religión, no estoy hablando de la psicologización de cualquier accionar humano.Quiero decir que en algún momento de la época que nos toca vivir a cada acción que llevamos a cabo la reducimos a un mecanismo psicológico. Esto es, se encuentra la causa de cualquier acto en cualquier motivación. No me estoy refiriendo entonces a la psicologización de esas máximas que orientaron y desorientaron mi vida sino a cómo ellas se instalan en la lengua, en el refranero popular. O sea en la cultura.

Frankenstein lingüístico
No se trata de salir por la puerta y entrar por la ventana. No se trata de oponerle al "deber ser" una liberación liberal, una psicología destinada a aliviar la culpa que es constitutiva del ser humano.

Sin ninguna duda me estoy refiriendo a mi infancia perdida, perdida en medio de esos dichos; me fui armando como cualquier persona se va armando, como un Frankenstein lingüístico. Es posible que esas máximas nunca pierdan su peso, se transforman, se desplazan, se condensan.

Cuando alguien pone como modelo la obra de Florencio Sánchez Mi hijo el doctor, se refiere al ideal, al sueño de una clase inmigrante que quería que sus hijos fueran doctores para reconocerse como alguien. Hoy eso ha estallado, el carácter de las profesiones se ha atomizado, ya no se reconoce la vocación como bien patrimonial, y el doctor se ha perdido en la mediatez de la globalización. Por otro lado me cuesta pensar un libro o una obra teatral, que representen tan paradigmáticamente aquel ideal.

La vida suele presentar encrucijadas. "Serás lo que debas ser o no serás nada". Podría enumerar otras, en el lugar donde me tocó vivir. Ser jugador de fútbol o no ser nada. Nada entonces quería decir nada. Como en algunas tribus el brujo le retira la palabra a un miembro de la comunidad , éste deja de tener existencia. Lo que se conoce como la anomia. Esa posición des-subjetivizante puede traer como consecuencia que alguien se elimine o directamente se extinga.

Las palabras de la tribu en la infancia eran determinantes. Pero así como pueden expulsar, también dan un soporte a nuestra vida. A medida que uno iba creciendo la disyunción, "la bolsa o la vida", encontraba nuevas encrucijadas. Ser rico o no serlo. Tener mujer o no tenerla. Ser buen mozo o feo. Tener buen físico o ser un alfeñique. Pero a las desventuras y tribulaciones que padecía, habrían de sumarse los ideales no realizados por los padres, los sueños soñados y no soñados de los que uno se vuelve el portador y el mensajero, el encargado de ejecutar el trabajo no terminado. A los que tenían padres exitosos, no les iba mejor ya que no sólo debían continuar lo ya realizado por la empresa paterna, sino que también bajo una falsa modestia debían llegar a superarlo. Como diría Gombrowicz "el joven escapa por todos los medios posibles de los ideales de la ‘madurez’."

Hasta que por la vía de la lengua, o la parodia, uno encontraba la salida a la trampa del ideal. Cómo empezar a hacer de las máximas, trabalenguas o juegos de palabras, o hablarlas en jeringozo, aquella lengua paralela al mundo adulto.

El mecanismo consistía en transformar la máxima en un acertijo del Guazón, para encontrar una salida de la asfixia impuesta por los ideales.

Hay que agradecer que en la infancia, Lewis Carrol ofrecía con sus dos Alicias, otra posibilidad. El mundo era un poco más absurdo y no tan lineal como aquel impuesto por los ideales donde imperaba "lo que se debía ser" porque sino "no se era nada". Pasar a través del espejo podía dar vertigo, pero no tanto, si uno podía hacer el pasaje deslizándose por un Joker. La lengua me acompañaba. Y también las fantasías de islas perdidas o de alfombras voladoras que más de una y mil noches me permitieron volar. No solamente de chico sino también de grande me acompañaron cuando más de una vez, en un análisis, experimenté la alegría de poder destrabar - mediante un equívoco de la lengua- los mandatos que una lengua "familiar" me habían impreso y poder hacer que esas palabras perdieran su sentido original, circularan por mi vida y por mi cabeza por otros caminos sin sentido.

La inversión psicológica moderna, la armonía invertida, no ha arreglado mucho las cosas. No se trata de "serás todo lo que quieras ser cuando lo quieras" y de que el deseo se transforme en un vehículo que trafíca la psicologización. Quizás el mundo y sus máximas y sus ideales viene nada más que a reflejar la desarmonía que es inherente a cualquier humano y al mundo mismo.

Esos recordatorios nos llegaban a través de los mayores, porque las frases de cabecera efectivamente lo eran, estaban sobre nuestras cabezas, ya sean colgadas o clavadas sobre el respaldo de la cama o en algún lugar estratégico de la casa. Esos aforismos todavía respiran en el consultorio de algun médico o el estudio de algún abogado y por qué no, en el consultorio de algún psicoanalista cuando la máxima está expresada en alguna frase téorica que nos ilustra "cómo debe ser el ideal del psicoanalista".

Hasta en el baño
De los decálogos profanos quizás el más célebre sea el de Kipling. Decálogo que parte de una generación que tuvo que memorizar de manera impiadosa como dudosa. Sin saber en ese momento quién era Kipiling y que después lo iba a poder disfrutar cuando su literatura, su imaginación, incluso su Libro de la selva me hiciera olvidar aquel decálogo donde el ideal y la máxima se me volvían un monstruo de dos cabezas.

Esas frases se diseminan por el mundo como una plaga. ¿No retornan de la mano de Bucay o de Osho? ¿No las reencontramos imprevistamente en el señalador de un libro, o en los lugares más absurdos todavía cuando se vuelven graffitis en un baño público o en la última página de un diario con una periodicidad y un entusiasmo tan renovado que nos hace sospechar que su insistencia en permanecer, escapa al interés propio de editores y lectores, y responde quizás a otra lógica? Es esa otra lógica la que devela que el hombre mismo está construido como una máxima, como un ideal ( y podría citar también otro elemento para desconsistir estos dos conceptos tan fuertes) como un chiste; según la feliz definición de O. Masotta. Solo cabría agregar, por suerte no.


Luis Gusman




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