lunes, septiembre 11, 2006

Tomás Abraham

ENFERMOS DE SALUD
EL GRAN ESCAPE


Por Tomás Abraham

Vivimos en una sociedad de hipocondría generalizada. Los índices del colesterol permitido son cada día Más bajos. La gripe se ha convertido en vacuna. Un sistema de amenazas pone en peligro nuestra salud. Pero pongamos las cosas en su lugar.

Gustar o no gustar
Por el deseo sexual descubrimos el cuerpo de otro. Por las enfermedades descubrimos nuestro cuerpo. No es la muerte del prójimo, que nos descubre la finitud de la existencia, la que nos hace saber que también somos cuerpo. Es por la séptima costilla de la columna vertebral, es por un diagnóstico desafortunado.

Otra posibilidad de percibirnos como cuerpo es la belleza. Lo que significa la edad. La belleza depende de las miradas. Si entramos en un ascensor y sale una joven dama que pasa a nuestro lado sin la menor conciencia de nuestra presencia, también nos damos cuenta de que somos cuerpo por su ausencia. Dije la edad porque es frecuente escuchar a viejos que dicen que se dieron cuenta de su vejez por que nadie los mira.

Existe la gente fea. Es fea porque en nuestra cultura aparecen así: feos. Es cierto que el modelo de belleza se ha uniformizado. Es linda Dolores Barreiro, es lindo Mariano Martínez, y de ahí la lista de aspirantes a la clonación. Pero nada nuevo aparece bajo el sol, salvo el sol que aparece cada día. En 1830, estaba bien ser pálido con ojos negros. En la época de Rubens, en Flandes triunfaban los rollos rosados. En la Atenas de Pericles lo más sexy eran los muslos de los adolescentes varones.

Hablo, ya lo ven, de cuerpos. Porque la salud tiene que ver con el cuerpo. Hay mucha gente que hace del cuerpo una vidriera. Y eso está muy mal visto por los puritanos, los moralistas, los higienistas y los docentes de Flacso. Gustar, palabra clave de la modernidad tardía.

Gustar o no gustar, ése es el dilema. Digamos que no, que no nos interesa gustar, que hicimos del narcisismo algo indigno, inauténtico, un modo vulgar y censurable de relacionarse con el prójimo. Pasa en las clases de yoga. El maestro orientalista nos da una clase de lo que es ser auténtico. Se es verdaderamente uno cuando nos conectamos con nuestro hálito primordial, con el rostro descarnado de la luz interior. El cuerpo es una vía hacia lo abierto... (perdone el lector que combine de un modo algo improvisado a Krishnamurti con Heidegger, pero queda bien.) Decía que gustar es sencillamente berreta. Poner el culo para afuera, cinturita de junco, meter el abdomen en la espalda, estar pegado contra una pared para que no se nos vea la pelada. Hay que ser valiente, mostrarse tal como somos, quizás haya en el planeta otro ser auténtico que nos valore en nuestra justa medida, para quien valgamos por lo que somos y no por lo que aparentamos. De ahí que es bueno ir a clases colectivas de yoga.

Vivimos en una sociedad de hipocondría generalizada. Los índices del colesterol permitido son cada día más bajos. La gripe se ha convertido en vacuna. Un sistema de amenazas pone en peligro nuestra salud. Pero hay que colocar las cosas en su lugar. En el siglo XVII el promedio de vida era de 25 años, aunque usted no lo crea. En parte por la gran mortalidad infantil, y en gran parte porque a los treinta ya se era medio viejo. No podemos decir que la medicina no ha alargado la vida. Claro que hay quienes prefieren enarbolar otro estandarte que no es el de la longevidad. Dicen que lo que importa es la calidad de vida más que la cantidad. En realidad, no es así, lo que dicen los románticos es que lo mejor es la intensidad, calidad de vida es un término holístico de la new age globalizada.

Lo que hoy nos dicen los higienistas mediáticos es que la calidad de vida hace a la cantidad. Porque calidad no es intensidad, sino equilibrio. Gracias a la calidad de vida todo el mundo está paranoico (ver La empresa de vivir, sección 4, editorial Sudamericana). El otro día un conocido economista propuso en una reunión de notables lo que consideraba que podía ser una vida con calidad en nuestro país si estuviera gobernado por gente seria. Lo resumo para no ser latoso.

Ser cool y Calafate
El ejemplo es el siguiente. Nuestra casa está a 300 Km. de Calafate, al borde de un lago. A la mañana cantan los pajaritos, y desde la orilla de enfrente se ven a los bungalows vecinos con sus chimeneas humeantes en medio de la arboleda de arrayanes. Suena la musiquita de nuestro celular y una voz nos apura para estar a la tarde en una importante reunión de negocios en la ciudad de Córdoba. Metemos la notebook en la mochila, y después de darle un beso a Debbie, nuestra esposa, y a Cinthia y Ramiro, nuestros hijos, nos montamos a la Cherokee y en dos horas estamos en el aeropuerto de Calafate. La ruta es soberbia, ha sido construida por un consorcio privado mixto entre la constructora Roggio y una mega empresa china. En el vuelo que sale puntual –es el nuevo contingente de jets 717 Bis de las Líneas Aéreas Cristina (LAC)– con nuestra notebook, preparamos el informe que presentaremos en la reunión con los importadores de los chivitos congelados que los productores de la docta quieren comercializar. Durante la tarde cerramos el trato. Puedo volver si quiero para llegar de noche a casa, pero prefiero aceptar la gentil invitación de los Deodoro Roca que tienen un palco para ver a Julio Bocca con el grupo de Ballet Argentino. Me encanta Cascanueces. A la mañana siguiente ya estoy de vuelta en casa con Debbie y los chicos.

Bien, terminó este sueño de una Argentina posible si López Murphy fuera presidente y Kovadloff secretario de turismo. Nadie puede decir que si nos tocara en esta o en otra vida –como dice Rolando Hanglin (Radio Continental todos los días de 9 a 13hs)– ser el protagonista de una vida así, que no tuviera calidad. No hay monstruos en la laguna. Lo que sí hay es aire puro, celulares y notebooks, cherokees y Debbies, personal de maestranza y de seguridad, vecinos como Ted Turner, pajaritos y joggins. Everybody is cool in Calafate.

Creo que finalmente hay que hacer la pregunta esperada: ¿cuántos años queremos vivir? No hay que hacer trampa, quiero decir que a esta pregunta no vale agregarle el "depende cómo". Nos jugamos o no nos jugamos. El diablo se lleva el alma y nos deja los años, las dos cosas no se pueden tener. A ver, usted, sí usted, ¿cuánto quiere vivir? ¿Hasta los 89? Bien, veamos un nuevo ejemplo.

Hace poco salió un reportaje en una revista, no recuerdo cuál, pudo haber sido la revista de La Nación o en Pronto, un reportaje a Dino Rissi, el director de cine que filmó Il Sorpasso. Tiene noventa y tantos, bien parado, con un marcapasos, y fuerte de ánimo. Pero dice que está cansado de vivir porque sus amigos están muertos o con Alzheimer, y el ruido de sus marcapasos lo escucha cuando se acuesta y sabe que en cualquier momento se detendrá el pulso, que las piernas, etc. La verdad es que no sé si vale la pena vivir tanto. Hago una nueva pregunta: ¿existe el instinto de conservación de la vida? Para los filósofos de la modernidad temprana como Hobbes y Spinoza, sí existe, a la manera del principio de inercia que elaboró Galileo. Queremos vivir, tenemos voluntad de vivir. ¿Pero debe la muerte por eso provocarnos horror? ¿Un salto al vacío, a un otro lado negro y sin suelo? ¿Es la muerte lo que nos angustia o el momento previo a la muerte?

Esquilo en su tragedia Prometeo, nos cuenta que Zeus tenía diagramado el mundo de los hombres de tal modo en que éstos sabían cuando iban a morir. Sabían la fecha de su desaparición. El Titán Prometeo borra de la mente colectiva ese dato, y desde allí ningún ser humano sabrá el momento de su muerte. Ante el temor de que la muerte puede advenir en cualquier momento la gente comienza a cuidarse, a prevenir, a anticipar el futuro. Con la prevención, Hobbes que interpreta este mito en De Cive (El ciudadano) afirma que así nace la política. Con el miedo a la muerte no anunciada nos hemos convertido en animales políticos.

Pensar el dolor
Y ahora pasaré a un tópico mucho más complejo. Me refiero al sufrimiento. El sufrimiento es algo de lo que huimos. Nos escapamos del dolor. Desde un cierto punto de vista es lógico ya que nadie pone la mano en el fuego para gozar del calor. No queremos quemarnos. Pero se trata de otra cosa. A veces la vida no nos evita el dolor, y cuando acontece iniciamos una estampida para neutralizarlo. No nos quedamos en medio del dolor y vemos qué pasa, qué vemos. Los filósofos antiguos han cavilado sobre el dolor en sus meditaciones morales. En especial los filósofos estoicos. Nos piden que nos demos cuenta de que nuestras afecciones son el resultado de nuestras representaciones.

Que no son las cosas la que nos afectan sino nuestras propias secreciones fantasmáticas. Es suficiente entonces con aprender el arte de la manipulación de las representaciones para controlar los afectos. La muerte de un ser querido, la ruina económica, una enfermedad grave, la soledad, se convierten en espejismos debido a una particular tendencia que tenemos en comparar lo que nos depara el azar de la vida–la fortuna– con aquello que deseamos que suceda. Nos duele lo que nos falta en la tabla comparativa entre lo que es y lo que queremos que sea. No ubicamos el acontecer en un lugar distinto al de los deseos. Eso nos duele, en realidad nos dolemos.

Los estoicos propondrán salir de este atolladero narcisista con una sabiduría que dé cuenta de un orden del mundo en el que todo lo que es deja de ser para volver a ser. Nos aconsejan salir de la línea fugaz y horizontal del deseo para remitirnos a la circularidad de una existencia necesaria, y aceptar La marcial gloria de la aceptación. Spinoza la llamó beatitud.

Es ésta una visión racionalista de la moral y del "cura sui", el cuidado de sí. Se supone que la fuerza del logos domina las pasiones y las convierte en otra cosa: en una sabiduría. Quizás hoy en día, luego de los descubrimientos freudianos de un inconsciente que actúa travestido, que ha mostrado las trampas de las elaboraciones secundarias, y luego de varias exhibiciones fáusticas de la racionalidad, la identificación de la razón con la sabiduría ha sido fisurada. Salvo para los epistemólogos aterrados por el relativismo y las apatías morales.

Pero hay quienes intentan pensar el dolor sin aferrarse a una razón mítica que funciona como el control mental. No recurren a los médicos, no creen en los sedantes, ni se enceguecen con una variada lista de manías. No tienen nombre, aún no entiendo bien lo que piensan.

No sé aún si no han inventado un nuevo espejismo. Los escucho. Me interesa que digan que nuestra cultura ha inventado una forma de vivir el tiempo en el que es una carrera que nos lanza a buscar algo que tenemos por delante cuando no hace más que alejarnos de espaldas a lo que no queremos ver. La verdad es que no sé, a veces pienso que se hace lo que se puede.

Tomás Abraham es filósofo, docente y escritor. Dirigió la revista La caja. Entre sus numerosos libros se encuentran Historias de la Argentina deseada, El último oficio de Nietzsche, Pensadores bajos y otros escritos, La empresa de vivir, Situaciones postales y Fricciones.
http://www.lamujerdemivida.com.ar/

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