viernes, agosto 04, 2006

VIAJE A LA GUERRA






Ser niño en Gaza

          



Por Hernàn Zin
 










Hernán Zin está de viaje por los conflictos armados del siglo XXI.
Una denuncia sobre el negocio de las armas y sus consecuencias.











Llevamos unos días de cierta calma en Gaza. Continúan el embargo, la falta de luz, los misiles, pero los tanques apenas han cruzado la frontera, sin llegar a sumergirse en los pueblos y campos de refugiados, que es lo que siempre causa más muertes.



Estamos atentos. Esperando a ver qué sucede. Dicen aquí que, como Israel está en la etapa final de la ofensiva en el Líbano, necesita todas sus fuerzas. Ya más adelante volverá a descargar su puño sobre Gaza.





Aprovecho para reflexionar sobre los niños. Muy a menudo me pregunto cómo los afectará toda esta violencia. Las bombas que caen por la noche, los cuerpos de los muertos que son llevados al cementerio al día siguiente, la gente que va armada por la calle, el bloqueo económico, los edificios destruidos, las retratos de los hombres, mujeres y niños asesinados por el ejército de Israel cuyos amigos y familiares pegan en las paredes de sus casas, en los negocios, en los parabrisas de los coches.





La semana próxima entrevistaré a un par de psicólogos que siguen de cerca la situación de la infancia en esta parte del mundo. Por ahora, dos anécdotas que de algún modo representan lo que hasta el momento he percibido de los niños de Gaza.





* * *



Avanzo con un periodista por las callejuelas de Beit Hanun. Lo sigo porque le han indicado un lugar seguro desde el cual sacar fotos de los tanques que han entrado al campo de refugiados. Se escuchan brutales estruendos, vemos gente que corre en dirección contraria a la nuestra.



Nos protegemos tras un bloque de cemento. Estamos en una calle perpendicular a donde se encuentran los tanques. Sus disparos no nos pueden alcanzar. Aunque sí me preocupan los helicópteros Apache, que se mueven con tanta agilidad en esta clase de escenario.



En la otra esquina hay dos milicianos, con la cabeza encapuchada, que se asoman esporádicamente y disparan a los tanques con sus AK 47. Acto seguido, estos responden furiosos.



En unos segundos nos vemos rodeados de niños pequeños que miran nuestras cámaras, se ríen, hacen muecas, gestos divertidos, como si posaran. Nos dicen sowarne, sowarne, que en árabe quiere decir "sácame una foto". De fondo, siguen los ensordecedores bramidos de las bombas, la sucesión de golpes ahogados de la metralla que se clava contra las paredes de ladrillo levantando una nube de polvo.



El periodista al que he seguido hasta aquí, que es ruso, les grita en árabe que se vayan. Pero los niños no le hacen caso. Entonces baja la cámara y me pide que lo imite. “Estos niños están locos, ignóralos que los van a matar por nuestra culpa”, me dice.



Al ver que no se van, que siguen a nuestro lado, de pie en medio de la calle, se levanta y hace gestos con la mano a los milicianos para que les digan a los pequeños que se vayan. Uno de los dos, entrado en carnes, con los pantalones que no le cierran del todo, se saca la capucha y se dirige gritando a los niños. No entiendo lo que dice, pero es evidente que los está echando.



Atónitos, observamos cómo los niños ahora cruzan la calle de una esquina a otra, desafiando a los tanques, alterados, fuera de sí, como si estuvieran en una fiesta, como si todo esto fuera un juego, como si una fuerza ingobernable tirase de ellos, en medio del ruido y los disparos. No lo entiendo. Cojo mi cámara y me voy.



* * *



Mientras avanzamos en el coche rumbo a Beit Lahia, converso con mi buen amigo Kayed acerca de las armas de juguete. Le comento que me sorprende que casi todos los niños tengan una, ya sea las réplicas de plástico de M16, que son extraordinariamente fieles a los originales, o unas mucho más simples hechas con trozos de madera unidos por clavos.





Quiero saber si se trata de un mero acto de imitación de los adultos, en esta sociedad que parece estar, sin excepciones, en pie de guerra contra el enemigo. O si entraña algo más profundo que no logro atisbar.



Kayed me explica que, cuando su hijo mayor comenzó a ir a al escuela el año pasado, lo primero que le pidió fue que le comprara una ametralladora de juguete que había visto en una tienda del barrio. Hasta ese momento no salía solo de casa más que para encontrarse con sus vecinos. Pero ahora se veía obligado a recorrer varias manzanas cada mañana para poder asistir a clase.



- ¿No prefieres que te compre un coche de carrera o unas paletas para jugar con tus amigos? Las armas no me gustan, aunque sean de juguete – me cuenta Kayed que le dijo a su hijo, que tiene cinco años de edad.


- No papá, necesito una ametralladora. Y si aparece un tanque en la calle ¿qué hago?

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